El Monasterio by Sir Walter Scott

El Monasterio by Sir Walter Scott

autor:Sir Walter Scott
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Histórico
publicado: 1820-01-01T00:00:00+00:00


CAPITULO XVIII

«—Te daré —dijo el rey— dieciocho sueldos diarios y te nombraré jefe de mis guardias en el Norte.

»—Y yo —agregó la reina— te daré trece, que puedes cobrar cuando quieras, capitán».

GUILLERMO DE CLOUDESLEY.

En Glendearg no era permitido a las mujeres en aquellos tiempos tomar parte en la comida servida al prior de Santa María y a su séquito. La señora Elspeth estaba excluida por su condición y por su sexo; pero la regla no fue escrupulosamente observada esta vez, porque el padre Bonifacio dignose invitar a María Avenel y demás señoras de la casa a que permanecieran presentes durante la comida, y hasta les dirigió algunas frases de gratitud por la buena acogida que le habían dispensado.

El venado, humeante y oloroso, estaba sobre la mesa. El padre sumiller había colocado muy respetuosamente una servilleta, blanca como la nieve, al cuello de su superior, y solo esperaba la llegada de sir Piercie Shafton para empezar a comer. Al fin, presentose el caballero, que llevaba un jubón de color escarlata de elegante corte, un sombrero ribeteado de oro y una cadena con rubíes y topacios de gran valor al cuello, sin duda para justificar las inquietudes que había experimentado ante el temor de perder su equipaje. La cadena era semejante a la que usaban los caballeros de la más alta nobleza, y sostenía un medallón, que le colgaba sobre el pecho.

—Estamos esperando al caballero sir Piercie Shafton para sentarnos a la mesa —dijo el prior arrellanándose en el sillón que el hermano sumiller se apresuró a presentarle.

—Pido perdón a vuestra reverencia, pero me he tomado más tiempo del necesario para cambiar mis vestidos de viaje y ponerme algo más presentable.

—Elogio vuestra galantería y, sobre todo, vuestra prudencia, pues llevando puesta durante el viaje esa cadena, corría el riesgo de no llegar aquí.

—¿Vuestra reverencia se ha fijado en mi cadena? Sobre este jubón parece una bagatela; pero tengo otro negro de terciopelo de Génova sobre el que brillan estos diamantes como estrellas a través de las nubes.

—No lo dudo, sir Piercie; pero tomad asiento, os lo suplico.

Sir Piercie estaba en su elemento hablando de sus atavíos, y no era fácil hacerle cambiar de conversación.

—Es posible —prosiguió— que esta cadena, a pesar de ser tan sencilla, hubiera tentado la codicia de Julián… ¡Santa María! —exclamó de pronto, interrumpiéndose—. No había advertido la presencia de mi encantadora Protección, a quien más bien llamaría mi amable Discreción. ¿Es posible que antes de haberos saludado, haya pronunciado algunas frases que saltaran la valla de mi buena educación para pasearse por el dominio del decoro?

—La indiscreción consiste ahora en dejar enfriar este venado —replicó el abad— Padre Eustaquio, rezad el Benedicite y trinchad el venado.

El subprior ejecutó la primera orden; y en cuanto a la segunda, repuso en latín para que el caballero no lo entendiera:

—No olvide vuestra reverencia que hoy es viernes.

—Nosotros somos viajeros —respondiole el abad—, y «a los viajeros está permitido…» etc. Ya conocéis el canon. En cualquier casa que entréis, dice San Pablo, comed lo que os dicen.



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